La obtención de energía es un proceso básico y fundamental para la supervivencia de un ser vivo y por ello, desde el comienzo de la vida en la tierra el homo sapiens tuvo que desarrollarse como cazador y los animales como grandes depredadores.
En Namibia, los bosquimanos salen de caza. En la gran sabana de África las distancias son enormes, el oído no sirve prácticamente para nada, y es la vista la única que da cierta información al cazador.
La vista y, por supuesto, la experiencia y el conocimiento del terreno. Los rastros de los pasos de las manadas les hablan a los bosquimanos, cada brizna es un dato, cada piedra un mensaje.
Cuatro cazadores son cuatro familias, necesitan una pieza grande para que el balance energético sea positivo.
Cuando se acercan a la manada disparan sus flechas hasta alcanzar a un animal y esperan hasta que el veneno lo mate por dentro. Después lo despiezan para poder llevarse la mayor cantidad posible de carne al poblado.
El gran predador, el hombre cazador triunfa con su cerebro sobre la garra y la pezuña. Carne fresca, energía para funcionar, la esencia de la vida, y la muerte.
En las montañas gélidas de Kazakhstan, en Mongolia vive aún un pueblo para el que cazar es mucho más que conseguir comida.
Según una antigua leyenda, fue el mismísimo Gengis-Khan el que tendió su puño izquierdo a una gran rapaz iniciando la tradición aguilera de este pueblo. Lo cierto es que los kazakh han conseguido una simbiosis perfecta entre ellos, el caballo y el águila real.
Estas enormes águilas reales son todas hembras, por su mayor tamaño, y han sido capturadas de jóvenes mediante una red en la montaña llamada Khan-Tengri, y entrenadas con dedicación para cazar zorros y lobos.
Las águilas no pueden soportar ver algo correr sin lanzarse a por ello, su vista es ocho veces superior a la humana.
Una tras otra, las “berkute” como ellos las llaman, con sus 7 kilos de peso, se lanzan hasta alcanzar los 200 kilómetros por hora contra un enemigo formidable que bien podría matarlas.